Una de ajos
Amado y odiado a la vez, el ajo (Allium sativum, Amaryllidaceae) acompaña al hombre desde tiempo inmemorial: se cultiva en Oriente Medio y el suroeste de Asia desde los albores de la humanidad (hace unos 6000 años), extendiéndose hacia Occidente por el Mediterráneo al mismo tiempo que la práctica de la agricultura (ex Oriente, allia ¡digo lux!). Y pese al disgusto que han manifestado por él personajes famosos como Victoria Beckham o los menos conocidos hoy día Miguel de Cervantes o William Shakespeare, el ajo está hasta en la sopa, desde las tablillas de barro de Mesopotamia a la tumba de Tutankamón, pasando por el gazpacho de mi madre.
Como muchas otras especies útiles para el hombre (sin ir más lejos, su pariente cercano la cebolla, Allium cepa) y para disgusto de ecologistas, veganos y otras tribus urbanas, el ajo no existe en la naturaleza. Es decir, es una “creación” humana que apareció por selección a partir de alguna especie silvestre desconocida. Pese a su importancia económica, aún no sabe exactamente cuál es el pariente silvestre más próximo del ajo. Allium longicuspis, de Anatolia oriental, es considerado por alguna autoridad en la materia como el “ajo primigenio”, y comparte con nuestra especie su peculiar olor, su sabor y la umbela estéril que en vez de flores produce bulbillos; pero podría tratarse simplemente de poblaciones de ajo común asilvestrado, o de plantas provenientes de antiguos cultivos abandonados. Por su parte, Allium tuncelianum y A. truncatum producen flores fértiles y semillas viables, y puede que sean candidatos más probables a tatarabuelo de nuestra planta.
Responsable del olor inconfundible y el sabor picante del ajo es una sustancia aceitosa llamada propenotiosulfinato de alilo, o alicina, que en realidad no se encuentra presente dentro del diente de ajo sino que se produce a partir de otro compuesto, la aliína, cuando éste es cortado o machacado, gracias a la acción de la enzima alinasa. Se trata de un compuesto termolábil, que pierde sus propiedades por encima de 60 °C, de ahí el cambio de sabor de los ajos cocidos o fritos, y es además bastante inestable, lo que explica el cambio de sabor de los ajos encurtidos. La alicina es una sustancia tóxica que tiene actividad antibacteriana, antifúngica y antivírica, y que es producida por el ajo sólo cuando sus tejidos son heridos por un predador o por un parásito. La alicina, además de estas propiedades antibióticas, es capaz de excitar de lo lindo las papilas gustativas humanas a través de los nociceptores, las terminaciones nerviosas responsables del dolor. De ahí quizás el carácter iniciático de su disfrute y el placer ligeramente masoquista que proporciona su consumo.
En fin, puede que se nos tache de villanos, pero como decía Carme Ruscalleda “si el ajo fuera tan escaso como la trufa, su precio sería diez veces superior”. Para finalizar, os deseo guten Appetit desde Centroeuropa con una invitación a probar esta receta del II milenio antes de nuestra era.